Javier Milei llegó al poder en diciembre pasado en una Argentina desgastada por sucesivas crisis. Con la promesa de poner fin a la lenta decadencia del país sudamericano y volver a convertirlo en una potencia mundial, el presidente anunció que iba a desregular todos los sectores de la economía, privatizar las empresas públicas, bajar impuestos, reemplazar al peso por el dólar y cerrar el Banco Central. La propuesta supone dinamitar los cimientos del magullado Estado de bienestar argentino y construir sobre él un sistema económico con pocas regulaciones y mucha más libertad de mercado.
Tres meses después de asumir la presidencia, Milei lleva adelante un ajuste fiscal draconiano y ha comenzado a liberalizar la economía a través de un decreto de necesidad y urgencia con más de 300 medidas. El alquiler de viviendas se rige ahora por el mercado y no por ley; las empresas de salud privada pueden fijar el precio que quieran a sus clientes, se han derogado las normativas de promoción industrial y comercial y se ha dado un primer paso hacia la privatización de las empresas públicas. Sus primeras recetas económicas han empujado a la población argentina un escalón más abajo del que estaba. La inflación supera a la de Venezuela y es la más alta del mundo (276% interanual), la proyección de pobreza se acerca al 60% y el desempleo está en alza.
Milei achaca el deterioro a sus predecesores y mantiene el rumbo fijo hacia una transformación irreversible. En el camino se ha topado con dos obstáculos: el Congreso, que frenó su ley de desguace del Estado, y la Justicia, que ha dejado en suspenso las reformas laborales incluidas en el decreto. “Si alguien pensaba que tantas décadas de populismo barato y empobrecedor se resolvían en 90 días, estaba equivocado”, dijo el jueves el portavoz presidencial, Manuel Adorni. “Nuestro éxito es que se haya cambiado la expectativa y que se haya empezado a entender que evitamos lo peor, que evitamos la hiperinflación y que efectivamente estamos en meses complejos, en virtud de corregir un montón de inequidades y de distorsiones”, agregó sin vaticinar cuándo comenzará la recuperación. El descontento agita la calle, con convocatorias de huelgas y protestas cada semana. Pero el presidente se niega a buscar otro camino y apuesta a que sean los demás quienes se hagan a un lado y le dejen vía libre. Su carácter dogmático se ha impuesto hasta ahora al pragmatismo esperable de un jefe del Estado y más todavía si, como en su caso, cuenta con una débil minoría parlamentaria. La coalición Libertad Avanza, liderada por Milei, cuenta con 38 de los 257 diputados y 7 de los 72 senadores.
El presidente argentino, economista de 53 años, se define como libertario. Es seguidor de la Escuela de Austria, una corriente de pensamiento fundada por Carl Menger a finales del siglo XIX que pone la libertad individual como base del progreso y sostiene que el Estado debe mantenerse al margen de las decisiones económicas de los individuos. “El Estado es una organización criminal”, aseguró Milei el 1 de marzo en su discurso de apertura de las sesiones ordinarias del Congreso. Es el mismo mensaje que lo hizo popular como tertuliano televisivo y en el que basó su exitosa campaña electoral cuando dio el salto a la política. La diferencia es que desde el 10 de diciembre Milei es el máximo representante de la institución que ataca.
Doctrina radical
El presidente admira al austriaco Murray Rothbard —al punto de bautizar con su nombre a uno de sus cuatro perros—, a quien se atribuye el término anarcocapitalismo, que defiende la total abolición del Estado en favor de la soberanía individual. Milei se considera anarcocapitalista de corazón, pero minarquista en la práctica, es decir, cree que las funciones estatales deben limitarse a la justicia y la seguridad. Eso explica que tiempo atrás se mostrase a favor de la venta de órganos —e incluso de niños— y de la libre portación de armas, ideas que desterró para llegar al poder.
La doctrina de Milei es radical para cualquier país — “soy el primer presidente liberal libertario del mundo”, le gusta ufanarse—, pero mucho más en Argentina, donde el Estado es uno de los grandes empleadores y su economía está muy intervenida. La contundente victoria de un candidato que blandía una motosierra como símbolo del recorte del gasto público fue posible por el hartazgo generalizado con la clase política tradicional tras 12 años de estancamiento económico y pérdida de poder adquisitivo. El poder de compra de los salarios se redujo un 25% entre diciembre de 2017 y noviembre de 2023. “No hay plata”, dijo Milei en su primer discurso como presidente, y nadie salió a contradecirlo. A continuación anunció un plan de ajuste fiscal de cinco puntos del PIB para el año 2024.
El primer recorte fue simbólico: los ministerios pasaron de 19 a 9. Después ordenó la paralización de casi toda la obra pública y devaluó el peso un 54% para acercar el valor de la cotización oficial —regulada por el Estado— a la del mercado. La brecha entre ambas, que era superior al 100%, ronda hoy el 20%. La medida fue aplaudida por los mercados y por el sector exportador, motor económico de Argentina, pero contribuyó a que los precios de bienes y servicios se disparasen sin que los ingresos pudieran seguirles el ritmo: en los dos primeros meses de Gobierno, los salarios perdieron un 23% de poder de compra, casi lo mismo que en los seis años previos. Las previsiones no son alentadoras: el PIB cayó un 1,6% en 2023 y para este año se espera un retroceso del 2,8%.
El ajuste ha incluido una reducción del 64% de los millonarios subsidios con los que el kirchnerismo mantuvo a precios irrisorios el transporte público y servicios como la luz, el gas y el agua. El valor de los billetes de autobús en Buenos Aires se ha multiplicado por cinco desde que asumió la presidencia Milei, hasta los 270 pesos actuales (unos 25 céntimos de euro). Es un precio muy bajo si se compara con otros países de la región, pero supone un nuevo golpe a los magros bolsillos de los argentinos, en especial para los trabajadores que realizan más de un trayecto al día. Las facturas de luz, gas y agua también se han encarecido y seguirán al alza.
La inflación desbocada ayuda a cumplir las metas gubernamentales: ha sido suficiente con dejar congeladas muchas prestaciones sociales para obtener un gran ahorro presupuestario. Es el caso de las jubilaciones. La pensión mínima es de 134.000 pesos (unos 120 euros), una cifra que está por debajo de la línea de la pobreza, que es de 193.000 pesos para un adulto (175 euros). Cada vez más argentinos de avanzada edad no pueden pagar los medicamentos, que han aumentado más de un 300% en un año.
“Milei está gobernando hacia el mercado y de espaldas a la sociedad”, advierte el economista Juan Manuel Telechea. Los bonos argentinos suben, el riesgo país ha bajado hasta su nivel mínimo en nueve meses y el Banco Central acumula ya más de 9.000 millones en reservas. Argentina registró en enero superávit financiero por primera vez desde 2012, y este dato positivo creó “una falsa sensación de éxito”, según Telechea. Este experto cree que es poco sostenible —”¿cuánto más se van a poder recortar programas sociales y jubilaciones?”—, y oculta que por debajo se está gestando una gran crisis social.
La clase media combate la caída de ingresos con la reducción de todos los gastos posibles, como muestra el derrumbe del consumo: en febrero las ventas en pequeños y medianos negocios cayeron un 25%, según la cámara del sector, y las nuevas matrículas de automóviles se redujeron casi un 20%, según la Asociación de Concesionarios de Argentina.
Las familias que ni aun así llegan a fin de mes han comenzado a cambiar los dólares que tenían ahorrados. “Casi todos vienen a vender dólares. Nadie compra”, decía el propietario de un negocio de compraventa de divisas en el centro de Buenos Aires hace diez días. El tipo de cambio al que se hacen estas transacciones no es el oficial —inferior a los 900 pesos por dólar—, sino el de mercado: la moneda estadounidense se vendía a mitad de semana a unos 1.085 pesos y se compraba a 1.035; el euro, a 1.113 y 1.080, respectivamente.
La situación es crítica para los más pobres. Aunque Argentina es uno de los grandes exportadores de alimentos, entre sus 46 millones de habitantes hay casi cinco millones que pasan hambre. Los ingresos de uno de cada diez hogares son insuficientes para llenar la cesta de la compra, que se ha encarecido un 300% en el último año y tiene un costo similar al de España. El precio de algunos productos básicos, como la leche, es aún más alto: la misma cadena internacional de supermercados ofrece un litro de leche entera a 1,2 euros en Argentina y a 0,90 euros en España. Los sueldos, en cambio, son muchísimo más bajos: el salario mínimo en el país sudamericano equivale a 180 euros; en España es de 1.134.
La asistencia a los comedores comunitarios gratuitos se ha desbordado hasta niveles parecidos a los de la pandemia de covid, en 2020. No dan abasto: Milei ha suspendido la entrega de mercancía para revisar este modelo de asistencia y dependen de la ayuda de gobiernos municipales, provinciales y donaciones.
El presidente atribuye la emergencia social a políticas pasadas. “Los últimos 20 años han sido un desastre económico, una orgía de gasto público, emisión descontrolada que tuvo como resultado la peor herencia que ningún Gobierno de la historia argentina haya recibido jamás”, dijo ante los legisladores. Para el historiador económico Pablo Gerchunoff, Milei quiere volver a la bonanza conservadora de 1910, un deseo utópico que lo asemeja a los kirchneristas nostálgicos del primer peronismo, de 1945. “Dos anacronismos en competencia”, sentencia.
Desde el regreso de Argentina a la democracia, en 1983, el presidente sólo salva la gestión del peronista liberal Carlos Menem (1989-1999). Menem sufrió una hiperinflación en el inicio de su mandato, pero después estabilizó los precios con la ley de convertibilidad, que equiparaba el valor del peso al del dólar. Abrió las importaciones y privatizó casi todas las empresas públicas, entre ellas la petrolera YPF. El modelo de la convertibilidad comenzó a resquebrajarse en 1994, pero se mantuvo hasta 2001, cuando saltó por los aires en medio de la peor crisis económica y social de la historia reciente del país.
Para salir de aquella crisis, Argentina se benefició de los altos precios internacionales de los granos. Ese viento de cola cesó, pero Milei tiene a su favor este año la recuperación del campo tras una sequía histórica, por la que entrarán al menos 15.000 millones de dólares más que en 2023. Cuenta también con la producción de petróleo y gas no convencional del yacimiento de Vaca Muerta, que se estima que arroje un superávit comercial energético de 3.000 millones de dólares este año.
Dolarización como salida
Milei quiere ir más lejos de lo que fue Menem y prometió adoptar el dólar como moneda nacional, aunque después habló de libre competencia de monedas. Economistas de distintas corrientes lo consideran una pésima idea, pero el presidente argentino la mantiene en el horizonte y parte de la ciudadanía la respalda. “Las razones que dan los expertos para oponerse son técnicas, pero la discusión en la calle es que baje la inflación”, apunta la socióloga Mariana Luzzi, coautora del libro El dólar: historia de una moneda argentina.
Luzzi afirma que la dolarización tiene un halo de solución mágica para aquellos cansados de que el peso pierda valor día a día. Cree que el objetivo de Milei no es tanto resolver la inflación, para lo que podría usar otras herramientas, sino cortarle las alas a un Estado al que considera un enemigo. “La dolarización le quita al Estado la potestad de emitir dinero y de definir una política monetaria. Como es fácil entrar pero difícil salir, con ella se asegura que ningún otro Gobierno va a volver a emitir moneda. Supone quitarle poder y achicarlo para siempre”, plantea.
Fuera de Argentina, la referencia más cercana al modelo que quiere implantar Milei es el de los conocidos como Chicago boys durante la dictadura chilena de Augusto Pinochet. Este grupo de economistas chilenos formados en la Escuela de Chicago llevó a cabo una profunda reforma tributaria y laboral, desreguló la economía, abrió las puertas de par en par a las importaciones y privatizó empresas públicas estratégicas.
El economista Milton Friedman, gran referencia para los ultraliberales, acuñó el término de “milagro chileno” para referirse al trabajo de sus discípulos, pero hay cifras que lo cuestionan: durante el régimen de Pinochet, la pobreza casi se duplicó, hasta alcanzar el 39% de la población en 1990; creció el desempleo y se destruyó gran parte de la industria chilena por la competencia externa. En el medio, el país se vio golpeado por la severa crisis económica de 1982.
“Fue un milagro para el 10% más rico del país”, opina el historiador chileno Francisco Vidal, exministro de Defensa bajo la presidencia de Michelle Bachelet. Vidal ve muchos paralelismos entre Milei y los Chicago boys, pero también una gran diferencia: “Milei quiere hacer lo mismo, pero está en democracia. Pinochet cerró el Parlamento en una noche, bombardeó los medios populares y aplastó el movimiento político y social que se le oponía”, señala Vidal.
En Argentina, el Congreso puso un freno a Milei en febrero con su megaproyecto de reforma del Estado, la Ley de Bases. Los negociadores oficialistas aceptaron podar casi la mitad de los 664 artículos originales que incluían la delegación de facultades legislativas al presidente por dos años prorrogables, la reforma del sistema político y tributario, privatizaciones, restricciones al derecho de huelga y mayor control de las protestas, entre otras. El diálogo encalló porque los parlamentarios pidieron más recursos para las provincias y Milei se negó. Cuando vio que la oposición votaba en contra de algunos artículos clave, el presidente optó por retirar la ley y descargó su furia en las redes sociales al grito de “traidores” y “extorsionadores”.
Un mes después, Milei volvió a tender puentes de diálogo con la oposición. Necesita al Congreso para que sus reformas económicas se conviertan en ley, tal y como pide el Fondo Monetario Internacional. En vez de negociar con los bloques parlamentarios, se dirige ahora a los gobernadores provinciales: les ofrece más recursos a cambio de que sus legisladores aprueben íntegra la Ley de Bases. Como cereza del postre, los ha convocado a un pacto nacional en mayo para rubricar sus diez mandamientos de libre mercado.
La nueva oferta incluye una amenaza: “No tenemos ambición de poder, tenemos sed de cambio. Si lo que buscan es el conflicto, conflicto tendrán”. Enfrente estará el kirchnerismo, que considera a Milei un “experimento extravagante”. La negociación se libra en los despachos y en las calles. Los sindicatos convocaron una huelga general a los 45 días de tomar el poder el nuevo Gobierno y en las últimas semanas han parado los docentes, personal médico y trabajadores ferroviarios. Milei pide “paciencia y confianza”. Los opositores apuestan a que esa paciencia se agote.
La primera bomba interna en explotar
Javier Milei ha sufrido esta semana su primera crisis interna. Cuando uno basa su campaña electoral en descalificaciones a la denominada “casta” que se resiste a perder sus privilegios, y hace bandera de la austeridad para enderezar las arcas del Estado, una polémica relacionada con los sueldos del Ejecutivo es como si un torpedo alcanzase la línea de flotación de un submarino. El pasado lunes, el presidente argentino despidió a su secretario de Trabajo, Omar Yasin. Se cobró su cabeza como cortafuegos después de que una diputada peronista de la oposición, Victoria Tolosa Paz, publicara en X (antes Twitter) que el mandatario había firmado un decreto para incrementar su sueldo y el de todo su gabinete en un 48% entre enero y febrero.
En medio de un ajuste económico como el que está aplicando el Gobierno, que está llevando a la asfixia a muchas familias argentinas, la reacción de Milei para atajar la polémica fue bastante errática. En un primer momento, el líder libertario responsabilizó del aumento salarial del Ejecutivo a un antiguo decreto de la expresidenta Cristina Kirchner que contemplaba la actualización de las retribuciones del Gabinete. Más tarde, a medida que la polémica crecía y crecía, echó mano del manual de casi todos los políticos: trazar una línea roja y elegir un sacrificado. En este caso, la del responsable de Trabajo, al que acusó de firmar el decreto que subía los sueldos del Ejecutivo “por error”. Como casi todo lo que rodea a Milei, la comunicación del cese tuvo tintes estrambóticos. Durante una entrevista en televisión en directo comunicó el cese de Yasin. “¿Cuándo lo despidió?”, le preguntó sorprendido el periodista. “En este momento lo están notificando. Es un error que no debía haber cometido”, afirmó con rotundidad Milei.
Una sociedad dividida entre la “casta” y los “ciudadanos de bien”
Una de las causas del declive de Argentina ha sido su polarización social y política. Desde hace décadas, el país sudamericano oscila como un péndulo entre dos modelos de país antagónicos y entre esas grietas campa a sus anchas la corrupción. A los gobiernos proteccionistas les suceden otros defensores del libre mercado; unos aprueban medidas para sostener un Estado de bienestar que mantiene la gratuidad de la educación y la sanidad públicas y los siguientes toman decisiones para reducirlo por considerarlo ineficiente. La elección de Milei ha llevado esa oscilación hasta un extremo nunca antes visto en los últimos 40 años de democracia.
El presidente libertario ha roto la clásica división entre peronistas y antiperonistas para reemplazarla por otra aún más profunda: la de los “argentinos de bien” contra “la casta”, en la que incluye a políticos, empresarios prebendarios, periodistas y sindicalistas que se resisten a perder sus privilegios.
“Anoche la casta festejó. Hoy los argentinos de bien sufren los efectos negativos de sus desmanes y pasión por vivir de lo ajeno”, escribió Milei en X (antes Twitter) tras su reciente derrota parlamentaria en el debate de la Ley de Bases que le otorgaba poderes especiales.
Esa visión maniquea del mundo lo emparenta con otros líderes populistas, según el profesor italiano Loris Zanatta, especializado en populismos latinoamericanos. “Si entendemos el populismo como una política de demagogia económica, entonces populistas fueron los Kirchner, no Milei que quiere hacer un ajuste de cinco puntos del PIB. Pero el populismo es esencialmente una visión religiosa del mundo que lo divide entre un pueblo puro y una élite corrupta y, en ese sentido, Milei es un hiperpopulista”, dice Zanatta, autor de El populismo jesuita: Perón, Fidel, Chávez, Bergoglio (2020). Este profesor de la Universidad de Bolonia, asiduo visitante de Argentina, advierte que el lenguaje mesiánico de Milei lleva implícito un riesgo de autoritarismo: “Todos los populismos piensan que su pueblo, aunque sea un pueblo parcial, es el pueblo total y que eso les da derecho a imponerse”.
Milei se apoya en el 56% de los argentinos que lo votaron para pedir al Congreso que apruebe su Ley de Bases. Pero ese respaldo es volátil: arrancó su gestión con un 58% de aprobación y un 42% de rechazo, según una encuesta de Opinaia basada en 1.200 entrevistas online. A finales de febrero, la aprobación había caído seis puntos y la fotografía era una Argentina casi dividida en dos.
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