La fatiga de la ampliación, que se erigió en paradigma dominante en Bruselas y la mayor parte de las capitales europeas durante los últimos 15 años, ha sido una de las principales desventuras vinculadas a la resaca de la Gran Recesión. Entre la década de los setenta y la segunda mitad de los 2000 las sucesivas entradas de nuevos Estados miembros habían servido para revitalizar tanto a los recién llegados (y España es un brillante exponente) como al proceso mismo de integración supranacional con transferencias simultáneas de soberanía institucional y competencial. La UE se convirtió en la primera potencia mundial a la hora de pacificar, democratizar y dotar de prosperidad a países que hasta hacía poco tiempo se apuntaban entre sí, soportaban lúgubres dictaduras y sufrían atraso económico.
Pero ese círculo virtuoso se quebró a ambos lados del continente al tiempo que la crisis, el auge de los nacionalismos populistas y el lado menos brillante de la globalización acababan con el optimismo del llamado fin de la Historia. En 2019, transcurrido el tiempo equivalente a una generación desde la caída del muro de Berlín, el búlgaro Ivan Krastev y el estadounidense Stephen Holmes publicaron un fascinante libro (La luz que se apaga) donde narran cómo los países del otro lado del telón de Acero habían pasado desde la admiración al resentimiento hacia Europa occidental. A su vez, la UE de los 15, nostálgica de los consensos previos a la gran ampliación y exasperada por las regresiones iliberales provenientes de Varsovia o Budapest, había ido también transitando hacia un indisimulado rechazo a nuevas adhesiones.
Si el Este parecía ya solo interesado en imitar la renta, pero no los valores dominantes más al Oeste, lo más prudente parecía ser cerrar la puerta a potenciales nuevos caballos de Troya y dejar indefinidamente a los Balcanes occidentales en el recibidor o considerar a Ucrania y Moldavia meros vecinos que ni siquiera están llamados a ocupar una habitación en la casa.
Esa conclusión era bastante sesgada, tal y como demostró el fiasco del Brexit o la exitosa convergencia de los nuevos socios de Europa central y del Este en innumerables ámbitos. Pero ha sido sin duda la agresión rusa a su vecino la que ha cambiado radicalmente el panorama. La presidenta de la Comisión el año pasado y el presidente del Consejo Europeo ahora se hacen eco de un nuevo consenso que recupera la ampliación como destino manifiesto de la UE. No es posible, sin que el proyecto supranacional quede estigmatizado para siempre, ignorar la valentía de quienes defienden hoy los valores de la mejor Europa.
Por supuesto, los desafíos son inmensos. Baste como ilustración el hecho de que ocho de los 10 aspirantes han padecido una guerra en algún momento del periodo que va desde los años noventa a hoy. El nuevo momento no evitará que los candidatos sigan sometidos a exigentes demandas de reforma para asumir sin atajos el acervo comunitario. Tampoco que las instituciones y las políticas tengan que saber adaptarse a una Europa de casi 40 miembros (superando unanimidades en política exterior, reformulando la PAC profundamente o potenciando la integración diferenciada en el euro, la defensa o la movilidad y las migraciones.
Pero la clave del último año y medio es la superación de los vetos, la asunción de una obligación de una entidad histórica tal que proclamarse hoy europeísta al tiempo que se rechaza la ampliación sería el equivalente de quien se considera demócrata, pero defiende la modalidad de sufragio censitario masculino, o de quien es partidario de la familia, pero rechaza los hogares homosexuales. Será muy posiblemente en la cumbre de Granada donde se oficialice que la luz que palidecía vuelve a brillar. El Este vuelve a querer imitar y el Oeste solo puede estar a la altura.
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